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Malvinas por dos.


Malvinas es una herida sangrante en el corazón de muchos argentinos. Un tema que está lejos de haberse discutido completamente, con todos los actores necesarios, con todas las voces. En el campo literario, distintos y variopintos autores se han metido con las Islas, abordándolas de maneras también muy diferentes. Hoy vamos a recomendar dos libros sobre Malvinas que presentan enfoques tan diversos entre sí, como necesarios. Uno, editado en 2012 por Ediciones Fabro y escrito por Luis Alberto González Azurey a modo de impecable crónica, y otro editado hace muy poco, a fin de 2017, por Random House y escrito por Juan Terranova en clave ficcional.

Asurey, periodista y guionista, se autodefine como “incorregiblemente peronista, apasionadamente argentino, y empecinadamente sudamericano”, rasgos que saltan a la vista en la lectura de “Viaje al centro de la Patria” donde consigna con una preciosa combinación de sentimiento y humorismo, su postergada y anhelada visita a las islas a las que no pudo ir a combatir de pibe, aunque daba todo por haberlo hecho. Pasajes chacoteros como este: “Somos pasajeros en tránsito. Compartimos nuestra condición con un grupo de ingleses y franceses que se dedican a las caminatas a campo traviesa o lago por el estilo. Todos llevan unos zapatos que parecen diseñados por la NASA. La verdad, están buenísimos los borcegos de estos tipos. Hay también en el contingente un par de pasajeros con la piel con más manchas de huevo de tero a decir de don Segundo Sombra,-evidentemente kelpers-, marinos mercantes chilenos, una cronista y un fotógrafo de Clarín y un dúo que me dejé para lo último porque tienen lo suyo. Son dos gringas, una bastante bonita aunque un poco menos de mentón la hubiese hecho preciosa, la otra ni linda ni fea, sirve para armar el cuadro” se interpolan con otros que hacen erizar la piel: “Hay que seguir para Monte Longdon, pego la vuelta, mis compañeros han subido ya cámaras y trípodes, en la Toyota seguimos trepando como cabras. Monte Longdon se las trae. Aquí se combatió mucho y bien. Aquí cayó el Tato Cao, un maestro que vino como soldado voluntario a Malvinas dejando con su muerte a una mamá sin hijo y nos dio con su muerte una mamá a todos. Los agujeros de los obuses, los cráteres del bombardeo, las piedras hechas añicos no son nada al lado de la sensación de combate cuerpo que se manifiesta en todo el lugar.”

Autor de varias novelas y ensayos y a cargo del área de Investigación del área de investigación del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, Terranova elabora una ficción compleja y llena de matices, titulada “Puerto Belgrano” en la que seguimos a un médico que se embarca en el ARA Belgrano para reseñar su experiencia años más tarde. Un fragmento del libro, sirve para paladear la saludable mezcla de ficción y realidad con la que autor honra a las Islas: "El Belgrano zarpó el viernes 16 de abril. Era un barco grande, temperamental. Una pequeña ciudad flotante llena de hombres. Casi doscientos metros de largo. Más de veinte de manga y un calado de siete metros. Tenía cañones de 20 milímetros, de 40, de 127 y de 152. Los maquinistas atendían ocho calderas, que movían cuatro turbinas y cuatro hélices. Había nacido con el nombre de Phoenix, había sobrevivido al ataque japonés en Pearl Harbor, había peleado la Segunda Guerra Mundial, había estado en las islas Molucas, en Nueva Guinea, en la reconquista de Filipinas y en la Batalla del Golfo de Leyte, y el general Perón se lo había comprado a los Estados Unidos y lo había bautizado 17 de octubre. Pero la Revolución Libertadora, histérica e intransigente, le había puesto su nombre definitivo. En algunas puertas todavía se veía el grabado del Ave Fénix volviendo de sus propias cenizas. Era grande, fuerte, con un blindaje en el cinturón principal de 140 milímetros. En maniobras de rutina o entrenamiento, el Crucero ARA General Belgrano cargaba ochocientos tripulantes. En ese viaje de guerra éramos mil noventa y tres. Y todo se planificaba. Todo se verificaba. Las instrucciones llegaban o se daban por escrito. Los hombres hablaban con palabras claras. El barco era un lugar ordenado del mundo. Un lugar donde luchábamos contra el caos, contra la desintegración, contra la oscuridad.

Los turnos de trabajo eran duros y ajustados. Tres turnos de ocho horas diarias, fraccionados en dos de cuatro horas para que siempre hubiese un tercio de la tripulación en puestos de combate, un tercio en mantenimiento y un tercio en descanso. Como yo era el oficial de menor jerarquía de los que cubrían las cubiertas bajas, me tocaba de medianoche a cuatro de la mañana, y del mediodía a las cuatro de la tarde. El peor turno porque siguiendo esa rutina nunca se termina de descansar, ni a la noche, ni a la tarde. Pero tampoco importaba porque yo nunca dormía y nunca descansaba. La guardia de cubiertas bajas también me hacía responsable de las comidas, de los horarios, de la limpieza y el orden de los pasillos comunes. Así que después de que el quirófano estuvo listo recorrí la zona que me tocaba, hablé con los marineros y pasé por la armería del barco. El armero que me atendió era albino. Casi no tenía pestañas. Le pedí la Browning reglamentaria de 9 milímetros. Me dio una nueva que tenía grabado “ARA General Belgrano” en la corredera y el escudo argentino en la cacha. Probé el mecanismo. Revisé armadura y cañón. Andaba perfecto. También retiré dos cargadores.

¿Hay librería a bordo? le pregunté al albino.

No sé, teniente. Déjeme preguntar.

Hizo una consulta pero no tuvo respuesta.

Ese mismo día, en la segunda cubierta mientras buscaba el botiquín para verificar que estuviera apto, encontré un pequeño placard donde se apilaban cosas viejas. Había libros que llevaban décadas ahí. Algunos estaban llenos de moho. También vi algunas revistas técnicas sobre navegación y un mazo de cartas con fotos de mujeres desnudas. Mientras revolvía, separé algunas revistas en una caja. Me dio la sensación de que alguien había dejado todo eso ahí desde que el barco había estado en Pearl Harbor."


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